Por Eduardo Rodrigálvarez
Neptuno tenía visita. En Bucarest lo llenó de agua un equipo grande ante un rival muy grande al que le pesó el tamaño de la final. La Liga Europa parece una competición hecha a medida del Atlético. Si la regularidad no es su fuerte, los momentos estelares no le deslumbran. En Bucarest deslumbró al fútbol con una noche mágica de sus dos grandes figuras, el goleador Falcao y el violinista Diego. Los grandes partidos reclaman siempre a los grandes futbolistas. Si acuden a la cita, ratifican su grandeza. Si llegan tarde, se pierden la gloria. Falcao es de los que madruga para no faltar a su destino. Siempre intenta coger el primer tren que pase por su puerta. Cuando llegó apenas habían gastado unos pocos minutos de espera, cuando, gentil, Amorebieta le abrió la puerta. Falcao, implacable, le rompió la cintura en un par de quiebros y puso el balón con un toque precioso en el ángulo donde anidan las telarañas, muy lejos de los guantes de Iraizoz.
El gol no solo le dio al Atlético la ventaja en el marcador y el estilo
que ansiaba para disfrutar de los espacios. Le dio mucho más, porque sacó del
partido a la mayoría de los futbolistas del Athletic, que sufrieron el mayor
pecado que se puede cometer en una final: regar el manojo de nervios con el que
acudieron a la cita europea. En apenas 45 minutos, cometió más errores no
forzados que en toda la temporada. Difícil que en tales circunstancias el balón
llegue a Llorente, encarcelado por Godín y Miranda, y muy fácil que la pelota
acabe en los pies de Falcao, o de Adrián, o de Turan o del omnipresente Diego.
Tan generoso andaba Amorebieta, confuso desde el primer gol del
colombiano, que se permitió una delicatessen en el área que no se corresponde
con su jerarquía futbolística. El centro subsiguiente lo recogió Falcao, que ya
viajaba en business, y se marcó un quiebro de espaldas a la portería, para
hacerse sitio en la butaca del área, y marcar con la izquierda un gol soberano.
Un suicidio ante un equipo como el de Simeone, convertido en un ejército que
maneja bien los tiempos, que sabe frenar los ataques, al límite o
sobrepasándolo si es preciso de la legalidad reglamentaria, pero ajeno a la
violencia. Gabi y Mario Suárez eran como un cortacésped que le segaron el juego
a Iturraspe, ausente. Todo el Athletic se reducía a dos futbolistas que, ajenos
al nerviosismo, maniobraron en la segunda línea: Muniain y Herrera pusieron
electricidad a un equipo bilbaíno que se había quedado sin voltaje. Aún así,
con 1-0, tuvo su acercamiento a la gloria, es decir a la cita con los partidos
fundamentales, cuando empalmó un centro de Iraola, pero le dio con el
costadillo del pie y en vez de rematar despejó. Y la tuvo más tarde Muniain con
un disparo que repelió, muy ágil, Courtois.
Fueron los fogonazos bilbaínos en un partido que en su primera mitad
tenía fijados los focos en el Atlético y especialmente en su ilustre figura
Falcao, que buscaba rabiosamente el flanco por el que se movía Amorebieta.
Diego y Turan se movían por todo el campo como puñales en busca de su diana.
Herido habitual era Iturraspe, normalmente el faro que ilumina la transición
del equipo de Bielsa, pero le rompieron la bombilla. Por eso era más sombrío,
más tenue, con su estrella apagada y apenas con las luces de posición que se
empañaban en mantener Herrera y Muniain.
Bielsa recompuso estrategia y futbolistas tras el descanso. Íñigo Pérez
dejó en el banquillo pensando a Iturraspe e Ibai Gómez hizo lo propio con
Aurtenetxe. Despobló Bielsa la defensa en busca de más profundidad. Pero la
armadura rojiblanca era poderosa y apenas tenía leves rasguños. No solo se
sentía ganador sino gobernador del partido, por más que la pelota estuviera en
los pies del oponente. Se sentía asegurado por la fortaleza de sus centrales,
que convirtieron a Llorente esta vez en un arma de fogueo. Amén de la pelota,
le robaron la ilusión. La sucesión de faltas rojiblancas en el medio campo
acrecentó los nervios del equipo verde esperanza, casi al mismo ritmo que caían
los minutos en el reloj. El primer gol le dio a los rojiblancos la ventaja y el
estilo para disfrutar de espacios
Atacaba el Athletic, pero asustaba el Atlético. En los partidos
afilados, la hoja de Turan, Adrian y Diego es demasiado fina para una defensa
demasiado blanda. Cuando hay que tirar del mazo, encontraba a Falcao. El
Athletic nunca encontró a Llorente, atosigado en el área, sin movilidad, fijado
por los centrales como un poste a la tierra firme. Su mayor peligro eran las
diagonales, cada vez más espaciadas de Muniain para pasearse entre las dos
líneas defensivas que propuso Simeone. Más alegría le dio Ibai Gómez, un chico
con un toque poderoso. La presencia de Toquero buscaba el objetivo de mover a
los centrales, de abrir la defensa para que corriese el aire en la calurosa
noche rumana. Ibai Gómez se convirtió en la dentadura de un equipo con
demasiada caries. Sus arrancadas y su fe le dieron al Athletic dos ocasiones
para volver a la vida. La última de De Marcos, que se fue alta, era otra puerta
abierta tras el suicidio de los centrales rojiblancos.
Por momentos pareció que el Atlético volvía a su versión más tópica, la
que le hace caer en apenas un suspiro en depresiones que le devuelven a su
mitología de equipo capaz de lo mejor y de lo peor. Tan insistente era el
agobio del Athletic que se echó a temblar, se fue para atrás, tan hacia atrás
que casi se acula en la valla. Tanto acoso produjo el momento fiero de un león
herido. Las ocasiones se incrementaron en tal medida (la de Susaeta fue clamorosa)
que alguien vio volar unas cuantas pupas por el cielo de Bucarest. Era la
versión menor del Atlético, ya más preocupado por el reloj que por el juego, y
que a punto estuvo de secar la fuente de Neptuno.
El Athletic estuvo sombrío, tenue, con su estrella apagada y sin apenas
luces
Pero en las grandes citas, y en la noche de Falcao (también disparó al
poste), no podía faltar Diego, el ingeniero, el artista, el artesano, para
dejar su sello con un gol al nivel exigido en una acción individual. Todo el
acoso laborioso, entregado, del Athletic, atacando en tromba, dejando el
corazón más que la cabeza, en busca de un objetivo casi imposible, fue borrado
de un plumazo por un gol de bailarín, de esos que se construyen con un violín
en los pies.
El fútbol, para ser eléctrico, necesita unos principios inquebrantables,
goles como soles y unas aficiones indesmayables. Las tres cuestiones se
cumplieron a rajatabla. Aunque los goles cayeron de un solo lado y en momentos
psicológicos del partido. Y en asuntos psicológicos el Atlético vive muy por
delante del Athletic. Una final exige poner muchas cosas en juego. Y el
Atlético las puso todas (incluso un cierto suspense como resucitando sus viejos
fantasmas) ante un rival más que digno, más que laborioso, más que valeroso. Le
queda la ilusión de saber que dos jovenzuelos, Muniain e Ibai Gómez, pudieron
con el peso de una final. Cuestión de futuro. Por unas y otras razones, entre
ambos pusieron el fútbol español por las nubes.
ATLÉTICO , 3 - ATHLETIC , 0
Atlético de Madrid: Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe; Gabi,
Mario; A. Turan (Domínguez, m. 93), Diego (Koke, m. 89), Adrián (Salvio, m.
88); y Falcao. No utilizados: Asenjo; Perea, Assunçao y Pedro.
Athletic: Iraizoz; Iraola, Javi Martínez, Amorebieta, Aurtenetxe (Iñigo
Pérez, m. 46); Ander Herrera (Toquero, m. 63), Iturraspe (Ibai Gómez, m. 46),
De Marcos; Susaeta, Llorente y Muniain. No utilizados: Raúl; San José, Ekiza,
Gabilondo y Toquero.
Goles: 1-0. M. 7. Falcao. 2-0. M. 34. Falcao. 3-0. M. 85. Diego.
Árbitro: Wolfgang Stark (Alemania). Amonestó a Ander Herrera, Falcao, Amorebieta,
Iñigo Pérez y Susaeta.
52.347 espectadores en el Estadio Nacional de Bucarest.