Por Ariel Scher
Lo más violento de la violencia en el fútbol es decir que hay violencia porque hay barras bravas. Es mentira. Una mentira cómoda y veterana, esculpida a través de décadas por poderes políticos, político-deportivos, económicos, policiales y comunicacionales. Si un viento imposible y selectivo soplara sin cansancios hasta llevarse de los estadios o de donde fuera a las barras actuales, mañana o pasado mañana no haría falta ni siquiera otro viento para que en el mismo sitio hubiera otras barras. No hay violencia porque hay barras. Es al revés: hay barras porque hay violencia.
Lo más violento de la violencia en el fútbol es que se trata de una
violencia política del fútbol. Violencia política: un escenario en el que se
disputa poder dentro del que está aceptado que se requiere de organizaciones
como las barras para tratar de ganar esa disputa. Las barras son apenas la
mancha superficial de un territorio enchastrado por cosas mucho peores. Detrás
del protagonismo de la barra y de los barras, hubo y hay generadores de un modo
de hacer política -en los clubes, en los organismos de seguridad, en el mundo
de los negocios, en la vida partidaria, en la administración pública- que
necesita o naturaliza la acción de la patota. Las barras, en general, empezaron
su andar como patotas bajo el estímulo y el amparo de unos cuantos dirigentes
de fútbol. Hubo dirigentes que los heredaron, evaluaron que no podían o no
servía suprimirlos y enhebraron acuerdos casi nunca públicos de mutua
conveniencia. En este tiempo, algunas barras siguen siendo, centralmente, eso.
Otras diversificaron sus prestaciones hasta hacer de la marca de origen del
fútbol sólo una referencia. Conquistaron cierta fuerza propia, edificaron una
especie de profesionalismo patoteril y, sobre todo, pasaron a prestarles
servicios a patrones más encumbrados por lo que algunas acumulan tanto o más
poder que el que reúnen los escasos dirigentes deportivos que quieren
enfrentarlos y los no tan poquitos que se ilusionan, al menos, con que alguien
se los quite de encima. De allí que, como revela el antropólogo José Garriga
Zucal, las barras bravas desplieguen hoy más peleas internas que con otras
barras.
Lo más violento de la violencia en el fútbol consiste en que, por
complicidad o por ignorancia, se confunda a la violencia política del fútbol
con las otras, muchas, violencias sociales del fútbol. En las tribunas del
fútbol argentino habitan violencias espantosas, algunas específicas del fútbol
y otras no: racismos, homofobias, intolerancias a los demás, intolerancias
hacia la derrota, una cultura que, según la síntesis extraordinaria de un
brillante intelectual argentino como Eduardo Archetti, "migró de los
rituales de la alegría a los rituales de la tragedia". Todas esas
violencias son, a lo sumo, parientes próximos o distantes de la violencia
política del fútbol. Duele afirmarlo pero hay que afirmarlo: no es seguro que
desaparecerían si se acabaran las barras. Y en la Argentina, por ahora, es
exiguo el desarrollo del debate político y cultural sobre la violencia en el
fútbol, menos aún uno particular sobre si confrontar con la violencia política
del fútbol y con la violencia social del fútbol demanda peleas únicas,
combinadas o diferentes. Por algo, un grupo de catorce investigadores
argentinos entrenados en el tema lanzó hace muy poco una propuesta conjunta e
innovadora y, hasta el momento, no encontró ecos que excedieran las notas
periodísticas.
Lo más violento de la violencia en el fútbol reside en las palabras. A
los barras se los llama "inadaptados" ("los inadaptados de
siempre", se proclama como latiguillo sin sustancia pero con efecto) y, en
verdad, tanto ellos como el resto de los protagonistas están absolutamente
"adaptados" a que ocupen un lugar de referencia en el fútbol. Es más:
en estos días la calificación de "inadaptados" debería destinarse a
los nuevos dirigentes de Independiente que, rompiendo el molde y las prácticas
dominantes, trasladaron a los hechos su compromiso de desafiar a los barras y a
sus tutores. A los barras, también, se los denomina "marginales",
otra falacia evidente a los ojos si atiende a que se ubican nada al margen y sí
exactamente en el centro de la escena que se monta a partir del espectáculo de
la pelota. Ocurre que, ni en el fútbol ni fuera de él, las palabras germinan
con inocencia: debajo de esas distorsiones del lenguaje lo que habita es la
voluntad de poderosos múltiples o de voces acríticas para ubicar la culpa de
los espantos en unos pocos, a los que, además de pocos, se estigmatiza como
bien distintos de los "normales". Existe una violencia más del
lenguaje: de manera extendida, se describe con la palabra "violentos"
a quienes materializan la violencia. A los que la piensan y la sostienen, como
acostumbran desplazarse entre trajes, dineros y escritorios, no sólo que no se
los llama violentos sino que casi no se los nombra.
Lo más violento de la violencia en el fútbol son las interrogantes que
casi no se enuncian. Interrogantes sin orden, pero interrogantes determinantes:
¿por qué las barras bravas son pertenencias afectivas y sociales para muchos de
sus miembros que, a contramano de otro mito, no siempre vienen de la mayor
pobreza o de las expulsiones del sistema educativo?, ¿por qué la discusión
sobre la violencia en el fútbol no es explorada como una posibilidad más de
averiguar qué hacen y que dejan de hacer las denominadas fuerzas de seguridad?,
¿por qué oficialismos y oposiciones de distintas épocas pueden y pudieron
ocuparse, con las miradas que fuesen, de otras cuestiones que claramente
cambiaron, pero no trabajan con método en ésta?, ¿qué harán los líderes
actuales de las barras bravas y sus lugartenientes -muchos con lazos ágiles
entre sí aunque vengan de diferentes clubes- si el sistema que los procreó
decide correrlos del medio para lavarse la cara?, ¿es temerario pensar que,
como sucedió en otros campos de la realidad, no hay un tránsito tan extenso
entre amenazar con armas y disparar esas armas, entre un horror enorme y otro
horror enorme e irreparable?
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