jueves, 24 de enero de 2013

El Atlético pone el fútbol por las nubes


Por Eduardo Rodrigálvarez

Neptuno tenía visita. En Bucarest lo llenó de agua un equipo grande ante un rival muy grande al que le pesó el tamaño de la final. La Liga Europa parece una competición hecha a medida del Atlético. Si la regularidad no es su fuerte, los momentos estelares no le deslumbran. En Bucarest deslumbró al fútbol con una noche mágica de sus dos grandes figuras, el goleador Falcao y el violinista Diego. Los grandes partidos reclaman siempre a los grandes futbolistas. Si acuden a la cita, ratifican su grandeza. Si llegan tarde, se pierden la gloria. Falcao es de los que madruga para no faltar a su destino. Siempre intenta coger el primer tren que pase por su puerta. Cuando llegó apenas habían gastado unos pocos minutos de espera, cuando, gentil, Amorebieta le abrió la puerta. Falcao, implacable, le rompió la cintura en un par de quiebros y puso el balón con un toque precioso en el ángulo donde anidan las telarañas, muy lejos de los guantes de Iraizoz.
El gol no solo le dio al Atlético la ventaja en el marcador y el estilo que ansiaba para disfrutar de los espacios. Le dio mucho más, porque sacó del partido a la mayoría de los futbolistas del Athletic, que sufrieron el mayor pecado que se puede cometer en una final: regar el manojo de nervios con el que acudieron a la cita europea. En apenas 45 minutos, cometió más errores no forzados que en toda la temporada. Difícil que en tales circunstancias el balón llegue a Llorente, encarcelado por Godín y Miranda, y muy fácil que la pelota acabe en los pies de Falcao, o de Adrián, o de Turan o del omnipresente Diego.
Tan generoso andaba Amorebieta, confuso desde el primer gol del colombiano, que se permitió una delicatessen en el área que no se corresponde con su jerarquía futbolística. El centro subsiguiente lo recogió Falcao, que ya viajaba en business, y se marcó un quiebro de espaldas a la portería, para hacerse sitio en la butaca del área, y marcar con la izquierda un gol soberano. Un suicidio ante un equipo como el de Simeone, convertido en un ejército que maneja bien los tiempos, que sabe frenar los ataques, al límite o sobrepasándolo si es preciso de la legalidad reglamentaria, pero ajeno a la violencia. Gabi y Mario Suárez eran como un cortacésped que le segaron el juego a Iturraspe, ausente. Todo el Athletic se reducía a dos futbolistas que, ajenos al nerviosismo, maniobraron en la segunda línea: Muniain y Herrera pusieron electricidad a un equipo bilbaíno que se había quedado sin voltaje. Aún así, con 1-0, tuvo su acercamiento a la gloria, es decir a la cita con los partidos fundamentales, cuando empalmó un centro de Iraola, pero le dio con el costadillo del pie y en vez de rematar despejó. Y la tuvo más tarde Muniain con un disparo que repelió, muy ágil, Courtois.
Fueron los fogonazos bilbaínos en un partido que en su primera mitad tenía fijados los focos en el Atlético y especialmente en su ilustre figura Falcao, que buscaba rabiosamente el flanco por el que se movía Amorebieta. Diego y Turan se movían por todo el campo como puñales en busca de su diana. Herido habitual era Iturraspe, normalmente el faro que ilumina la transición del equipo de Bielsa, pero le rompieron la bombilla. Por eso era más sombrío, más tenue, con su estrella apagada y apenas con las luces de posición que se empañaban en mantener Herrera y Muniain.
Bielsa recompuso estrategia y futbolistas tras el descanso. Íñigo Pérez dejó en el banquillo pensando a Iturraspe e Ibai Gómez hizo lo propio con Aurtenetxe. Despobló Bielsa la defensa en busca de más profundidad. Pero la armadura rojiblanca era poderosa y apenas tenía leves rasguños. No solo se sentía ganador sino gobernador del partido, por más que la pelota estuviera en los pies del oponente. Se sentía asegurado por la fortaleza de sus centrales, que convirtieron a Llorente esta vez en un arma de fogueo. Amén de la pelota, le robaron la ilusión. La sucesión de faltas rojiblancas en el medio campo acrecentó los nervios del equipo verde esperanza, casi al mismo ritmo que caían los minutos en el reloj. El primer gol le dio a los rojiblancos la ventaja y el estilo para disfrutar de espacios
Atacaba el Athletic, pero asustaba el Atlético. En los partidos afilados, la hoja de Turan, Adrian y Diego es demasiado fina para una defensa demasiado blanda. Cuando hay que tirar del mazo, encontraba a Falcao. El Athletic nunca encontró a Llorente, atosigado en el área, sin movilidad, fijado por los centrales como un poste a la tierra firme. Su mayor peligro eran las diagonales, cada vez más espaciadas de Muniain para pasearse entre las dos líneas defensivas que propuso Simeone. Más alegría le dio Ibai Gómez, un chico con un toque poderoso. La presencia de Toquero buscaba el objetivo de mover a los centrales, de abrir la defensa para que corriese el aire en la calurosa noche rumana. Ibai Gómez se convirtió en la dentadura de un equipo con demasiada caries. Sus arrancadas y su fe le dieron al Athletic dos ocasiones para volver a la vida. La última de De Marcos, que se fue alta, era otra puerta abierta tras el suicidio de los centrales rojiblancos.
Por momentos pareció que el Atlético volvía a su versión más tópica, la que le hace caer en apenas un suspiro en depresiones que le devuelven a su mitología de equipo capaz de lo mejor y de lo peor. Tan insistente era el agobio del Athletic que se echó a temblar, se fue para atrás, tan hacia atrás que casi se acula en la valla. Tanto acoso produjo el momento fiero de un león herido. Las ocasiones se incrementaron en tal medida (la de Susaeta fue clamorosa) que alguien vio volar unas cuantas pupas por el cielo de Bucarest. Era la versión menor del Atlético, ya más preocupado por el reloj que por el juego, y que a punto estuvo de secar la fuente de Neptuno.
El Athletic estuvo sombrío, tenue, con su estrella apagada y sin apenas luces
Pero en las grandes citas, y en la noche de Falcao (también disparó al poste), no podía faltar Diego, el ingeniero, el artista, el artesano, para dejar su sello con un gol al nivel exigido en una acción individual. Todo el acoso laborioso, entregado, del Athletic, atacando en tromba, dejando el corazón más que la cabeza, en busca de un objetivo casi imposible, fue borrado de un plumazo por un gol de bailarín, de esos que se construyen con un violín en los pies.

El fútbol, para ser eléctrico, necesita unos principios inquebrantables, goles como soles y unas aficiones indesmayables. Las tres cuestiones se cumplieron a rajatabla. Aunque los goles cayeron de un solo lado y en momentos psicológicos del partido. Y en asuntos psicológicos el Atlético vive muy por delante del Athletic. Una final exige poner muchas cosas en juego. Y el Atlético las puso todas (incluso un cierto suspense como resucitando sus viejos fantasmas) ante un rival más que digno, más que laborioso, más que valeroso. Le queda la ilusión de saber que dos jovenzuelos, Muniain e Ibai Gómez, pudieron con el peso de una final. Cuestión de futuro. Por unas y otras razones, entre ambos pusieron el fútbol español por las nubes.

ATLÉTICO , 3 - ATHLETIC , 0
Atlético de Madrid: Courtois; Juanfran, Miranda, Godín, Filipe; Gabi, Mario; A. Turan (Domínguez, m. 93), Diego (Koke, m. 89), Adrián (Salvio, m. 88); y Falcao. No utilizados: Asenjo; Perea, Assunçao y Pedro.
Athletic: Iraizoz; Iraola, Javi Martínez, Amorebieta, Aurtenetxe (Iñigo Pérez, m. 46); Ander Herrera (Toquero, m. 63), Iturraspe (Ibai Gómez, m. 46), De Marcos; Susaeta, Llorente y Muniain. No utilizados: Raúl; San José, Ekiza, Gabilondo y Toquero.
Goles: 1-0. M. 7. Falcao. 2-0. M. 34. Falcao. 3-0. M. 85. Diego.
Árbitro: Wolfgang Stark (Alemania). Amonestó a Ander Herrera, Falcao, Amorebieta, Iñigo Pérez y Susaeta.
52.347 espectadores en el Estadio Nacional de Bucarest.

martes, 22 de enero de 2013

Lo más violento de la violencia


Por Ariel Scher

Lo más violento de la violencia en el fútbol es decir que hay violencia porque hay barras bravas. Es mentira. Una mentira cómoda y veterana, esculpida a través de décadas por poderes políticos, político-deportivos, económicos, policiales y comunicacionales. Si un viento imposible y selectivo soplara sin cansancios hasta llevarse de los estadios o de donde fuera a las barras actuales, mañana o pasado mañana no haría falta ni siquiera otro viento para que en el mismo sitio hubiera otras barras. No hay violencia porque hay barras. Es al revés: hay barras porque hay violencia.

Lo más violento de la violencia en el fútbol es que se trata de una violencia política del fútbol. Violencia política: un escenario en el que se disputa poder dentro del que está aceptado que se requiere de organizaciones como las barras para tratar de ganar esa disputa. Las barras son apenas la mancha superficial de un territorio enchastrado por cosas mucho peores. Detrás del protagonismo de la barra y de los barras, hubo y hay generadores de un modo de hacer política -en los clubes, en los organismos de seguridad, en el mundo de los negocios, en la vida partidaria, en la administración pública- que necesita o naturaliza la acción de la patota. Las barras, en general, empezaron su andar como patotas bajo el estímulo y el amparo de unos cuantos dirigentes de fútbol. Hubo dirigentes que los heredaron, evaluaron que no podían o no servía suprimirlos y enhebraron acuerdos casi nunca públicos de mutua conveniencia. En este tiempo, algunas barras siguen siendo, centralmente, eso. Otras diversificaron sus prestaciones hasta hacer de la marca de origen del fútbol sólo una referencia. Conquistaron cierta fuerza propia, edificaron una especie de profesionalismo patoteril y, sobre todo, pasaron a prestarles servicios a patrones más encumbrados por lo que algunas acumulan tanto o más poder que el que reúnen los escasos dirigentes deportivos que quieren enfrentarlos y los no tan poquitos que se ilusionan, al menos, con que alguien se los quite de encima. De allí que, como revela el antropólogo José Garriga Zucal, las barras bravas desplieguen hoy más peleas internas que con otras barras.

Lo más violento de la violencia en el fútbol consiste en que, por complicidad o por ignorancia, se confunda a la violencia política del fútbol con las otras, muchas, violencias sociales del fútbol. En las tribunas del fútbol argentino habitan violencias espantosas, algunas específicas del fútbol y otras no: racismos, homofobias, intolerancias a los demás, intolerancias hacia la derrota, una cultura que, según la síntesis extraordinaria de un brillante intelectual argentino como Eduardo Archetti, "migró de los rituales de la alegría a los rituales de la tragedia". Todas esas violencias son, a lo sumo, parientes próximos o distantes de la violencia política del fútbol. Duele afirmarlo pero hay que afirmarlo: no es seguro que desaparecerían si se acabaran las barras. Y en la Argentina, por ahora, es exiguo el desarrollo del debate político y cultural sobre la violencia en el fútbol, menos aún uno particular sobre si confrontar con la violencia política del fútbol y con la violencia social del fútbol demanda peleas únicas, combinadas o diferentes. Por algo, un grupo de catorce investigadores argentinos entrenados en el tema lanzó hace muy poco una propuesta conjunta e innovadora y, hasta el momento, no encontró ecos que excedieran las notas periodísticas.

Lo más violento de la violencia en el fútbol reside en las palabras. A los barras se los llama "inadaptados" ("los inadaptados de siempre", se proclama como latiguillo sin sustancia pero con efecto) y, en verdad, tanto ellos como el resto de los protagonistas están absolutamente "adaptados" a que ocupen un lugar de referencia en el fútbol. Es más: en estos días la calificación de "inadaptados" debería destinarse a los nuevos dirigentes de Independiente que, rompiendo el molde y las prácticas dominantes, trasladaron a los hechos su compromiso de desafiar a los barras y a sus tutores. A los barras, también, se los denomina "marginales", otra falacia evidente a los ojos si atiende a que se ubican nada al margen y sí exactamente en el centro de la escena que se monta a partir del espectáculo de la pelota. Ocurre que, ni en el fútbol ni fuera de él, las palabras germinan con inocencia: debajo de esas distorsiones del lenguaje lo que habita es la voluntad de poderosos múltiples o de voces acríticas para ubicar la culpa de los espantos en unos pocos, a los que, además de pocos, se estigmatiza como bien distintos de los "normales". Existe una violencia más del lenguaje: de manera extendida, se describe con la palabra "violentos" a quienes materializan la violencia. A los que la piensan y la sostienen, como acostumbran desplazarse entre trajes, dineros y escritorios, no sólo que no se los llama violentos sino que casi no se los nombra.

Lo más violento de la violencia en el fútbol son las interrogantes que casi no se enuncian. Interrogantes sin orden, pero interrogantes determinantes: ¿por qué las barras bravas son pertenencias afectivas y sociales para muchos de sus miembros que, a contramano de otro mito, no siempre vienen de la mayor pobreza o de las expulsiones del sistema educativo?, ¿por qué la discusión sobre la violencia en el fútbol no es explorada como una posibilidad más de averiguar qué hacen y que dejan de hacer las denominadas fuerzas de seguridad?, ¿por qué oficialismos y oposiciones de distintas épocas pueden y pudieron ocuparse, con las miradas que fuesen, de otras cuestiones que claramente cambiaron, pero no trabajan con método en ésta?, ¿qué harán los líderes actuales de las barras bravas y sus lugartenientes -muchos con lazos ágiles entre sí aunque vengan de diferentes clubes- si el sistema que los procreó decide correrlos del medio para lavarse la cara?, ¿es temerario pensar que, como sucedió en otros campos de la realidad, no hay un tránsito tan extenso entre amenazar con armas y disparar esas armas, entre un horror enorme y otro horror enorme e irreparable?

Lo más violento de la violencia en el fútbol es que está construida desde lugares demasiado fuertes y está abordada desde simplificaciones tan convincentes como falsas. Aun así, la historia demuestra que nada es invencible y, en consecuencia, lo más violento de la violencia en el fútbol puede haber sido cada horror del pasado o puede ser cada impotencia del presente. Sin embargo, la misma historia certifica que ningún fenómeno oscuro se va solo. Todavía hay suficientes razones para preguntarse si lo más violento de la violencia en el fútbol no queda en el futuro.

La tragedia de Munich 1972



Por Ezequiel Fernández Moores

Los Juegos Olímpicos, dijo Jacques Rogge en la ceremonia de apertura del viernes pasado, hablan de "honor", "dedicación", "compromiso", "respeto", "ejemplo", "armonía" y "paz". Por eso, tal vez, el presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) sintió deseos de abandonar la Villa Olímpica cuando se enteró de la matanza de once entrenadores y atletas israelíes en los Juegos de Munich 72. Así lo hicieron todos los filipinos, trece atletas noruegos y seis holandeses. "Si alguien es asesinado en tu fiesta, no sigues con la fiesta. Me voy a casa", dijo el atleta holandés Jos Hermens. Pero Rogge, regatista como su padre y que asistía a su segunda cita olímpica, pensó que abandonar era darle la razón al terrorismo. Siguió en Munich y terminó decimocuarto en la clase Finn. Rogge recordó el hecho a Ankie Spitzer, viuda de Andrei Spitzer, una de las víctimas de Munich. "Okey -le dijo la mujer-, pero ahora sí que puede tomar una posición. Si no, usted es un cobarde." Rogge, cirujano, presidente del Comité Olímpico Internacional (COI) y designado conde por el rey Alberto II de Bélgica, expresó que, aun a cuarenta años de la tragedia, no era posible hacer siquiera un minuto de silencio. Munich 72, agregó, no está dentro del "protocolo" de la fiesta de apertura de Londres 2012. "Que mi esposo volviera en un cajón tampoco formaba parte del protocolo olímpico", respondió Spitzer. 
La fiesta de apertura de los Juegos omitió a los atletas israelíes asesinados, pese a que la ceremonia comenzó con niños británicos cantando "Jerusalem", un poema escrito en 1804 por William Blake y cuyas letras, críticas ante el inicio de la Revolución Industrial y la destrucción de la naturaleza, hablan de una nueva Jerusalén que nacería en suelo inglés. Luego apareció el actor Daniel Craig, el mismo que hizo de Steve, el duro judío-sudafricano agente del Mossad, los servicios secretos de Israel, que, según el film Munich , de Steven Spielberg, viajó por el mundo para asesinar a cada uno de los sobrevivientes y colaboradores del comando palestino Septiembre Negro, responsable de la matanza de atletas en los Juegos del 72. Pero Craig sólo hizo de James Bond. Cuando la delegación alemana inició su desfile, la cámara enfocó a un anciano saludando desde su palco. Era Walter Troger, alcalde de la Villa Olímpica de Munich 72. Poco después salió la delegación de Israel. Bob Costas, comentarista de la cadena socia del COI, NBC, había prometido un minuto de silencio. Prefirió recordar que Rogge sólo había homenajeado a las víctimas unas horas antes en la Villa Olímpica, y remató: "Sin embargo, para muchos, esta noche, con el mundo mirando, éste es el tiempo y el momento exacto para recordar a quienes murieron y cómo murieron". 
La fiesta tuvo un momento de doloroso recuerdo: fue para las 52 víctimas fatales de los ataques terroristas del 7 de junio de 2005 en Londres, un día después de que el COI la designara sede de los Juegos. También el protocolo de los Juegos de Invierno de Salt Lake City fue alterado en 2002 para homenajear a las víctimas de las Torres Gemelas. Y en la apertura de los Juegos de Invierno de Vancouver 2010, el propio Rogge pidió un minuto de silencio para recordar al georgiano Nodar Kumaritashvili, que se había matado horas antes en plena práctica. Londres 2012 cerrará, en cambio, el 12 de agosto sin cumplir el recuerdo que piden los familiares de las víctimas de Munich. Ese mismo día, los atletas israelíes serán recordados en la ceremonia de apertura de los Juegos Macabeos de Rockland, a 20 kilómetros de Nueva York. Se presentará también el documental 20 Million Minutes. Destaca que pasaron 20 millones de minutos desde la matanza. Diez Juegos Olímpicos. Diez aperturas sin siquiera un minuto de recuerdo. El COI lleva cuarenta años de inexplicable silencio. 
"Si hubiesen sido once estadounidenses, habríamos tenido ese minuto de silencio hace tiempo", dice Barbara Berger, hermana de David Berger, otra de las víctimas fatales. "O británicos, australianos o japoneses o de cualquier otro país que no sea Israel", agregó, hace unos días, Christinne Brennan, columnista del USA Today. "Todos sabemos que el COI -siguió Brennan- no quiere hacer nada que moleste a las cincuenta naciones árabes, mayoritariamente musulmanas, que participan de los Juegos." 
Pierlugi Battista (Corriere della Sera) no tiene dudas: "El único motivo que explica el silencio del COI es el miedo". Hace cuarenta años, el miedo del gobierno alemán y del COI a que la sangre de los atletas manchara la fiesta olímpica terminó provocando la masacre. Coinciden en afirmarlo los trabajos más serios sobre la matanza, como los libros Striking Back, de Aaron Klein, y One Day in September, de Simon Reeve, informes recientes del semanario Der Spiegel y los dos documentales que revisé en estos días: One Day in September, de Kevin MacDonald, que ganó el Oscar en el año 2000 y el alemán Munich 72. El secreto detrás de los ataques olímpicos, de Wilfried Huisman. Algunas fallas de los operativos de seguridad y de rescate fueron increíbles: 1) el 14 de agosto de 1972 la embajada alemana en Beirut recibió un primer aviso y el 2 de septiembre, tres días antes del ataque, hasta la revista italiana Gente advirtió que terroristas de Septiembre Negro planeaban "un acto sensacional" en los Juegos. Aun así, Alemania, empeñada en borrar la imagen de los Juegos nazis de Berlín 36, mantuvo la Villa sin vigilancia y los terroristas ingresaron por la noche simulando ser atletas y ayudados, inclusive por deportistas de Estados Unidos o Canadá; 2) uno de los planes de rescate, con agentes ingresando en las habitaciones tomadas, debió ser abortado cuando la policía advirtió que los terroristas veían la maniobra por TV... a través de los noticieros; 3) los francotiradores apostados luego en el aeropuerto de Fürstenfeldbruck creían que los palestinos eran cinco y no ocho, no tenían experiencia, equipamiento infrarrojo ni intercomunicadores; 4) los policías dentro del avión prometido a los palestinos para volar a El Cairo abandonaron inesperadamente la máquina, y 5) pasó una hora después de los primeros disparos, pero los carros de ataque fueron pedidos tarde y demoraron por el tráfico, en medio de disputas de jurisdicción entre el gobierno nacional y el estadual. 
"Estábamos convencidos -dice en el documental Bruno Merk, ex ministro de Interior de Bavaria- de que los terroristas no ejecutarían sus amenazas ante los ojos del mundo." Lo hicieron. "Cuando yo era un niño -inició su crónica famosa el periodista Jim McKay, de la ABC-, mi padre solía decir: «Nuestras esperanzas más inmensas y nuestros miedos más profundos rara vez son comprendidos». Uno de esos miedos se ha concretado esta noche. Tenemos que decir ahora que había once rehenes. Dos de ellos murieron en los cuartos, en la mañana de ayer. Nueve murieron esta noche en el aeropuerto. Eso es todo." Entre los que murieron en el aeropuerto, estaba Jacov Springer. El nazismo había matado a toda su familia. Unos días antes, Jacov había visitado Dachau. "Aquí estoy yo de regreso. Ustedes -contó que pensó mientras recorría el campo de concentración- no pudieron realmente destruirme." Otro de los testimonios más impactantes de los documentales es el de Jamal Gashey, crecido en Chatila, el campo de refugiados de Beirut que se hizo célebre por una salvaje matanza de cientos de palestinos en 1982, de la cual Israel tuvo responsabilidad. "Crecí en un refugio, sin tierra ni derechos, cuando me dieron un arma, me sentí un verdadero palestino", dice Gashey. Fue uno de los tres terroristas que quedaron vivos. Alemania los liberó 53 días después. Simuló el secuestro de un avión de Lufthansa que llevaba apenas once pasajeros. A cambio de su liberación, se sacó a los terroristas de encima y -afirman los documentales- acordó no más atentados en suelo alemán. Israel, como lo muestra Munich, de Spielberg, inició su propia cacería. La operación Cólera de Dios mató a una docena de palestinos sospechosos, algunos sin vinculación alguna con Munich y otros absolutamente inocentes, como el mozo marroquí Ahmed Bouchiki, asesinado por error en 1973, en Noruega. "Se puede no estar de acuerdo con Israel sin ser antisemita y se puede pedir un minuto de silencio y no ser señalado como un agente de propaganda judía", pidió un lector en The Guardian, en el fuerte debate que provocó la negativa del COI de recordar a las víctimas de Munich. "Tengo las manos atadas", cuenta Ankie Spitzer que le confió Rogge, al intentar explicarle la posición del COI. "Sus manos -le respondió la viuda- no están atadas. Mi marido tenía las manos atadas, y también los pies. Así lo asesinaron. Eso es tener las manos atadas."

lunes, 21 de enero de 2013

El arte del silencio



Por Ramón Besa

El diario L'Equipe eligió ayer a su once del 2012 y no está Sergio Busquets. Tampoco es candidato al Balón de Oro. Aunque alguna vez ha figurado en la selección ideal de un torneo, como en la última Eurocopa, difícilmente opta a los premios individuales. Uno de los pocos galardones con que ha sido distinguido es el Bravo 2009, año en que fue señalado también como la mejor promesa de la Liga. Hoy, a los 24 años, el medio centro del FC Barcelona se ha consolidado como el jugador de equipo por excelencia y, como tal, parece no tener sentido por sí solo.
Que se sepa no hay ninguna peña barcelonista a su nombre. Ni su camiseta está entre las 10 más vendidas (a Jordi Alba le ha bastado un año para superarle en la tienda). Ya se sabe que no le interesan las redes sociales ni le gusta anunciarse sino que prefiere el anonimato. Invisible e intocable. Tiene contrato hasta 2015 y su cláusula es disuasoria: 150 millones. Los clubes ingleses han dejado de llamar a su agente, Josep Maria Orobitg. “¡Que no me toquen a Sergio¡”, le tiene dicho el presidente, Sandro Rosell.
Así es Sergio, como le nombran en las alineaciones, el jugador silencioso preferido de Del Bosque: “Me hubiera gustado ser Busquets”. Los técnicos coinciden en que “hace fácil lo difícil”, un arte en un mundo de vanidades, y que “siempre lleva el mapa del partido en la cabeza”, de manera que funciona en la cancha como la extensión del míster. Elige bien y rápido cuando interpreta el juego; permite que brillen sus mejores compañeros y corrige a los que están mal; y, además, combate al adversario.
“Es muy familiar y profesional. Vive solo para el fútbol. No se lesiona”, resaltan en su entornoAceptado que no rivaliza con nadie y defiende hasta las últimas consecuencias a quienes juegan en su equipo, tampoco acepta competidores. Touré Yaya tuvo que irse a Manchester, Mascherano necesitó reciclarse como central y Song parece un futbolista insustancial en el Barcelona.
Tiene físico y carácter en un equipo virtuoso. La estrategia, las faltas tácticas y el juego que no se ve forman parte de su catálogo. Igual está para lo bueno que para lo malo. Nadie como Sergio defendía a los jóvenes de los aficionados y rivales en los campos de tierra de Tercera. Protegió a Guardiola cuando le menospreciaron en Copenhague. Acabó expulsado en Lisboa por reñir con los duros del Benfica. Y salió mal parado del Bernabéu. El Madrid le denunció por racismo después de llamar “mono” a Marcelo. Futbolista de barrio, nacido en Badía, se sabe la ley de la calle y sostiene que el código del fútbol se ciñe al campo. Altruista, no le interesa el ruido ni quiere ser famoso, ni en la derrota ni en la victoria, acostumbrado a defender su patrimonio sin padrinos. No forma parte de ninguna gran generación (formó con Bojan, Jeffren y Giovani) ni es un futbolista de academia porque no ingresó en el Barcelona hasta la edad juvenil.
Un empleado cualificado del club le define como un tipo de trato llano y sencillo. “Tiene la picaresca de quien se crió en la calle y la sagacidad para absorber el delicado fútbol azulgrana. No es un jugador de laboratorio, con las comodidades que significa, sino que sabe de la humildad y sacrificio. Es el medio centro perfecto del fútbol moderno creado por el medio centro por excelencia: Guardiola”, después de pasar por Milla, Koeman, Edmilson, Márquez.
“Juega pensando en los demás”, advirtió Guardiola. “Nunca necesita tres toques, capta los mensajes a la primera y sabe sobre las necesidades del equipo desde la discreción: intuye las dificultades y da con las soluciones. Un prodigio de sencillez y claridad”. “Es un jugador natural”, añaden desde la parcela técnica del club. “Debajo de una estructura convencional hay una enorme inteligencia táctica y una buena técnica para ejecutar el fútbol”. Y desde su entorno remachan: “Es muy familiar y profesional. Vive solo para el fútbol. No se lesiona”.
El entorno le ha dado seguridad. “Su padre [el portero Carlos Busquets] no fue de los que ganó más dinero, pero es de los que mejor supo administrarlo”, comentan personas cercanas al jugador. “Sergio tiene la vena de su padre, un tipo valiente, desacomplejado y justiciero a su manera, y la de su madre, muy bondadosa”.
Versátil, comprometido y competitivo, equilibra a su equipo y desequilibra al rival. “Mi puesto me pilla en medio del sistema”, cuenta. “El juego de posición exige orden y cuando hay orden se juega rápido”. Hoy, a los 24 años, es la misma persona que cuando debutó a los 20. Mantiene a sus amigos, así como los hábitos y costumbres, va de cañas por Badía, habla con Xavi camino del campo, acude al gimnasio para mejorar su coordinación y tutela a las jóvenes promesas del Barça. “Va para capitán”, coinciden en el Camp Nou. Y para entonces, puede que sea distinguido ya como el mejor.


Maradona



Por Eduardo Galeano

Jugó, venció, meó, perdió. El análisis delató efedrina y Maradona acabó de mala manera su Mundial del 94. La efedrina, que no se considera droga estimulante en el deporte profesional de los Estados Unidos y de muchos otros países, está prohibida en las competencias internacionales.
Hubo estupor y escándalo. Los truenos de la condenación moral dejaron sordo al mundo entero, pero mal que bien se hicieron oír algunas voces de apoyo al ídolo caído. Y no sólo en su dolorida y atónita Argentina, sino en lugares tan lejanos como Bangladesh, donde una manifestación numerosa rugió en las calles repudiando a la FIFA y exigiendo el retorno del expulsado. Al fin y al cabo, juzgarlo era fácil, y era fácil condenarlo, pero no resultaba tan fácil olvidar que Maradona venía cometiendo desde hacía años el pecado dc ser el mejor, el delito de denunciar a viva voz las cosas que el poder manda callar y cl crimen de jugar con la zurda, lo cual, según el Pequeño Larousse Ilustrado, significa «con la izquierda» y también significa «al contrario de como se debe hacer».
Diego Armando Maradona nunca había usado estimulantes, en vísperas dc los partidos, para multiplicarse el cuerpo. Es verdad que había estado metido en la cocaína, pero se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína, y no por ella.
Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje. Tenía problemas en la columna vertebral, desde el lejano día en que la multitud había gritado su nombre por primera vez. Maradona llevaba una carga llamada Maradona, que le hacía crujir la espalda. El cuerpo como metáfora: le dolían las piernas, no podía dormir sin pastillas. No había demorado en darse cuenta de que era insoportable la responsabilidad de trabajar de dios en los estadios, pero desde el principio supo que era imposible dejar de hacerlo. «Necesito que me necesiten», confesó, cuando ya llevaba muchos años con el halo sobre la cabeza, sometido a la tiranía del rendimiento sobrehumano, empachado de cortisona y analgésicos y ovaciones, acosado por las exigencias de sus devotos y por el odio de sus ofendidos.
El placer de derribar ídolos es directamente proporcional a la necesidad de tenerlos. En España, cuando Goicoechea le pegó de atrás y sin la pelota y lo dejó fuera de las canchas por varios meses, no faltaron fanáticos que llevaron en andas al culpable de este homicidio premeditado, y en todo el mundo sobraron gentes dispuestas a celebrar la caída del arrogante sudaca intruso en las cumbres, el nuevo rico ése que se había fugado del hambre y se daba el lujo de la insolencia y la fanfarronería.
Después, en Nápoles, Maradona fue santa Maradonna y san Gennaro se convirtió en san Gennarmando. En las calles se vendían imágenes de la divinidad de pantalón corto, iluminada por la corona de la Virgen o envuelta en el manto sagrado del santo que sangra cada seis meses, y también se vendían ataúdes de los clubes del norte de Italia y botellitas con lágrimas de Silvio Berlusconi. Los niños y los perros lucían pelucas de Maradona. Había una pelota bajo el pie de la estatua del Dante y el tritón de la fuente vestía la camiseta azul del club Nápoles. Hacía más de medio siglo que el equipo de la ciudad no ganaba un campeonato, ciudad condenada a las furias del Vesubio y a la derrota eterna en los campos de fútbol, y gracias a Maradona el sur oscuro había logrado, por fin, humillar al norte blanco que lo despreciaba. Copa tras copa, en los estadios italianos y europeos, el club Nápoles vencía, y cada gol era una profanación del orden establecido y una revancha contra la historia. En Milán odiaban al culpable de esta afrenta de los pobres salidos de su lugar, lo llamaban jamón con rulos. Y no sólo en Milán: en el Mundial del 90, la mayoría del público castigaba a Maradona con furiosas silbatinas cada vez que tocaba la pelota, y la derrota argentina ante Alemania fue celebrada como una victoria italiana.
Cuando Maradona dijo que quería irse de Nápoles, hubo quienes le echaron por la ventana muñecos de cera atravesados de alfileres. Prisionero de la ciudad que lo adoraba y de la camorra, la mafia dueña de la ciudad, él ya estaba jugando a contracorazón, a contrapié; y entonces, estalló el escándalo de la cocaína. Maradona se convirtió súbitamente en Maracoca, un delincuente que se había hecho pasar por héroe.
Más tarde, en Buenos Aires, la televisión trasmitió el segundo ajuste de cuentas: detención en vivo y en directo, como si fuera un partido, para deleite de quienes disfrutaron el espectáculo del rey desnudo que la policía se llevaba preso.
«Es un enfermo», dijeron. Dijeron: «Está acabado». El mesías convocado para redimir la maldición histórica de los italianos del sur había sido, también, el vengador de la derrota argentina en la guerra de las Malvinas, mediante un gol tramposo y otro gol fabuloso, que dejó a los ingleses girando como trompos durante algunos años; pero a la hora de la caída, el Pibe de Oro no fue más que un farsante pichicatero y putañero. Maradona había traicionado a los niños y había deshonrado al deporte. Lo dieron por muerto.
Pero el cadáver se levantó de un brinco. Cumplida la penitencia de la cocaína, Maradona fue el bombero de la selección argentina, que estaba quemando sus últimas posibilidades de llegar al Mundial 94. Gracias a Maradona, llegó. Y en el Mundial, Maradona estaba siendo otra vez, como en los viejos tiempos, el mejor de todos, cuando estalló el escándalo de la efedrina.
La máquina del poder se la tenía jurada. Él le cantaba las cuarenta, eso tiene su precio, cl precio se cobra al contado y sin descuentos. Y el propio Maradona regaló la justificación, por su tendencia suicida a servirse en bandeja en boca de sus muchos enemigos y esa irresponsabilidad infantil que lo empuja a precipitarse en cuanta trampa se abre en su camino.
Los mismos periodistas que lo acosan con los micrófonos, lc reprochan su arrogancia y sus rabietas, y lo acusan de hablar demasiado. No les falta razón; pero no es eso lo que no pueden perdonarle: en realidad, no les gusta lo que a veces dice. Este petiso respondón y calentón tiene la costumbre de lanzar golpes hacia arriba. En el 86 y en el 94, en México y en Estados Unidos, denunció a la omnipotente dictadura de la televisión, que estaba obligando a los jugadores a deslomarse al mediodía, achicharrándose al sol, y en mil y una ocasiones más, todo a lo largo de su accidentada carrera, Maradona ha dicho cosas que han sacudido el avispero. Él no ha sido el único jugador desobediente, pero ha sido su voz la que ha dado resonancia universal a las preguntas más insoportables: ¿Por qué no rigen en el fútbol las normas universales del derecho laboral? Si es normal que cualquier artista conozca las utilidades del show que ofrece, ¿por qué los jugadores no pueden conocer las cuentas secretas de la opulenta multinacional del fútbol? Havelange calla, ocupado en otros menesteres, y Joseph Blatter, burócrata de la FIFA que jamás ha pateado una pelota pero anda en limusinas de ocho metros y con chófer negro, se limita a comentar:
—El último astro argentino fue Di Stéfano.
Cuando Maradona fue, por fin, expulsado del Mundial del 94, las canchas de fútbol perdieron a su rebelde más clamoroso. Y también perdieron a un jugador fantástico. Maradona es incontrolable cuando habla, pero mucho más cuando juega: no hay quien pueda prever las diabluras de este inventor de sorpresas, que jamás se repite y que disfruta desconcertando a las computadoras. No es un jugador veloz, torito corto de piernas, pero lleva la pelota cosida al pie y tiene ojos en todo el cuerpo. Sus artes malabares encienden la cancha. El puede resolver un partido disparando un tiro fulminante de espaldas al arco o sirviendo un pase imposible, a lo lejos, cuando está cercado por miles de piernas enemigas; y no hay quien lo pare cuando se lanza a gambetear rivales.
En el frígido fútbol de fin de siglo, que exige ganar y prohibe gozar, este hombre es uno de los pocos que demuestra que la fantasía puede también ser eficaz.